Época: Cristianismo
Inicio: Año 1
Fin: Año 2000




Comentario

Estado definitorio del mundo laico junto con el trabajo físico, el matrimonio se revistió durante la Plena Edad Media de una respetabilidad que los moralistas anteriores le habían regateado a causa de su componente sexual. Desde el III Concilio de Letrán (1179) hasta el II de Lyon (1274), la Iglesia insistió permanentemente en la condición sacramental del vínculo entre esposos, afirmando al tiempo su carácter único e indisoluble. Aunque continuaron dándose irregularidades, especialmente en el seno de la aristocracia, la institución matrimonial jamás fue puesta en entredicho, admitiéndose como únicas causas de nulidad el incesto, la no consumación y la consanguinidad hasta el octavo grado de parentesco, que el IV Concilio de Letrán reduciría hasta el cuarto.
Coincidiendo con el renacer del Derecho romano, los teólogos escolásticos destacaron el carácter contractual del sacramento, en el que los únicos ministros eran los esposos, y donde el sacerdote, aparte la bendición nupcial, se limitaba a ejercer como testigo que daba publicidad al acto.

El rito sacramental constaba de dos fases, denominadas esponsales (sponsalia) y matrimonio propiamente dicho. La primera y más importante, destinada al intercambio de promesas, tenía lugar en el atrio de la iglesia en presencia del sacerdote, que verificaba ante todo el mutuo consentimiento y el grado de consanguinidad de los contrayentes. Siguiendo la costumbre judeo-romana, el padre tomaba luego la mano derecha de su hija y la unía a la de su esposo, haciéndole así entrega de la mujer. Seguía la bendición del sacerdote y la entrega de los anillos.

Posteriormente los esposos y su comitiva entraban en el templo, donde tenía lugar una misa con liturgia propia y se impartía la bendición nupcial.

La Iglesia deploró por otro lado las, por lo demás frecuentes, segundas nupcias, exaltando la condición de viudedad como una oportunidad única para consagrarse a la oración y al cuidado de los hijos. Como única excepción a este auge de la mística conyugal cabe citar la literatura cortesana medieval, cuya inspiración abiertamente adúltera refleja sin embargo más una diversión amoral de la aristocracia que una práctica generalizada. Finalmente, dada la perspectiva cerradamente natalista de la Iglesia respecto a la vida sexual, siguió repudiándose sin paliativos tanto el aborto como el asesinato de los recién nacidos. Su condena se asoció incluso al delito de brujería, pues de hecho la mayoría de abortos estaban provocados por el consumo de filtros elaborados por hechiceros.